En Camaná aún viven los hijos y nietos de aquellos pescadores héroes que volvieron del mar con los rescatados chilenos. Y de quienes nunca regresaron. En Chile, son muchos los descendientes de los sobrevivientes. Todos cuentan la historia con nostalgia. Una historia que tiene aún más símbolo ya que los protagonistas (peruanos y chilenos) estuvieron involucrados en una cruenta guerra que para el Perú significó un saqueo nacional y el surgimiento de una rivalidad que hasta hoy se manifiesta. Pero vayamos a 1911 y cómo ocurrieron los hechos.
“Tucapel” era una moderna nave de acero construida en Inglaterra en 1900 y que pertenecía a la Compañía Sudamericana de Vapores. La nave de bandera chilena medía 94 metros de eslora, 13.5 de manga y 6 de puntal. Se decía que era “El Titanic sudamericano”. Y con razón, pues el “Titanic” era la noticia del momento en el negocio naviero. Y al igual que “Tucapel” tuvo un trágico final. El “Titanic” se hundió el 14 de abril de 1912. El “Tucapel” se fue un año antes, el 4 de septiembre de 1911.
Se dedicaba al transporte (el boom era el cobre y ante el incipiente nivel de las vías terrestres, el traslado era marítimo) y llevar pasajeros (clase alta sureña). En los pueblos costeros peruanos era conocido por los pescadores, que lo veían cruzar varias veces al año cerca de sus costas. Todos conocían su imponente figura, sus tres mástiles y dos chimeneas. En uno de sus múltiples viajes había llegado al Callao, procedente de Guayaquil, el 31 de agosto de 1911, para volver a zarpar el 1 de septiembre, destino a Valparaíso (Chile) con escala en Tambo de Mora (hoy Chincha), Pisco y Chala.
Madrugada de horror
El 4 de septiembre a las 3 de la mañana, el “Tucapel” se abría paso por la neblina a la altura de Chiflón (desembocadura del río Camaná). Uno de los sobrevivientes de la tripulación, el contador chileno Luís Bernales contó a los diarios de la época que la nave se acercó demasiado a la costa, por lo cual encalló contra unas rocas frente a Boca del Río (hoy el puerto de San José) a unos 400 metros de la playa de Chule. Había empezado la tragedia que se prolongaría dos días, pues el hundimiento fue lento, lo cual dio oportunidad para que muchos fueran rescatados.
Como si se tratase de una historia que inspiraría macabramente la mano del destino para el final del “Titanic”, el “Tucapel” empezó a hundirse tras chocar no contra un iceberg sino contra una roca. Y la desesperación empezó. No había botes para las más de 150 personas a bordo.
Ocurrieron historias desgarradoras, como la de Luisa de Larrea, que pudo embarcar en un bote a su hija y sus nietas, pero ella se quedó sin sitio y murió ahogada. Amanecía y los pobladores de Camaná fueron los primeros en divisar la imagen impactante del “Tucapel” en pleno hundimiento. Es allí que empiezan las otras historias, las de los valientes pescadores camanejos que deciden enfrentar la bravura del mar y rescatar a los chilenos que se ahogaban.
Eran decenas los que nadaban a la costa. Varios no resistían y se hundían. Los más fuertes llegaron, pero muchos fueron rescatados por los botes de los pescadores artesanales. El mar estaba en exceso bravo, algunos pescadores decidieron ir más allá y llegar hasta los que seguían en la mitad de la nave aún no sumergida, quienes caían luego de estar por horas colgados en los postes y barandas del barco. El hundimiento de tan imponente nave generó olas mayores, además que la succión del mar hizo lo propio. Frente a Chule, Camaná, al sudeste de Lima, varios pescadores peruanos sacrificaron sus vidas por salvar a los del vecino país. Sus naves fueron devoradas por el mar.
Desde Camaná se enviaron telegramas al Capitán de Puerto de Quilca, Ezequiel Bedoya. Su hija Aurora viajaba en el “Tucapel”. No sobrevivió. Desde el Callao zarpó el vapor Santa Rosa con un equipo de rescate. De Quilca salieron otras embarcaciones, mientras por otra ruta llegaba la nave chilena Maipú, también esperando rescatar sobrevivientes. Todos llegaron tarde.
De los 11 pescadores peruanos que salieron inmediatamente, la madrugada del naufragio, solo cinco volvieron a la costa. El capitán del “Tucapel”, el inglés Federico Collins, que luego murió, permaneció en su nave, hasta el final, buscando ayudar a los que pudo. Dos días duró el hundimiento. Aunque las cifras no son exactas (entre tripulación y pasajeros) los diarios informaron la muerte de al menos 80 personas. Y alrededor de 40 sobrevivieron a la tragedia, siendo atendidos por los pobladores de Camaná antes de enrumbar a Mollendo y luego a lo que era su destino: Valparaíso, Chile.
Quedan varias historias en Camaná sobre el naufragio del “Tucapel”. Y muchas casas en el pueblo de Chule (curiosamente nombre parecido al vecino país) aún conservan restos del otrora poderoso barco. La historia recuerda a los ahogados. Los camanejos recuerdan la historia de aquellos pescadores que dieron su vida por estos seres humanos que se ahogaban. No importó la nacionalidad. El mar de Grau unió en su fondo a peruanos y chilenos.
Cien años después, el “Tucapel” continúa allí, hundido. Por la bravura del mar en esa zona, no pudo ser reflotado. Y sigue en el fondo del mar camanejo, con su imponencia ya corroída, su carga de cobre y la lección de humanidad que estos pescadores peruanos dieron al mundo.
Si Chile tiene al “Huáscar”, Perú tiene al “Tucapel”. Motivaciones totalmente distintas, pero ambas son naves que no solo reflejan la historia de estas dos naciones -que debían ser hermanas- sino también que más allá de banderas, ambiciones y debilidades, debería primar el concepto de que todos somos humano.
Por Martín Carranza
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