El
28 de julio de 1821 nací como República. El parto no fue fácil. Muchos tuvieron
que morir para liberarme del yugo colonial. Como todo recién nacido, mis
primeros pasos fueron difíciles: sufrí golpes, mutilaciones y decepciones. Pero
lo más triste que me tocó vivir, fue ver a mis hijos matándose entre ellos. Del
fin de esa guerra fratricida, que me llenó de dolor y lágrimas, 17 años ya han
transcurrido.
El
siglo XX se fue hace poco. Hoy vivo un nuevo milenio. Ingresé al siglo XXI con
la esperanza de ver a mis hijos viviendo en paz, trabajando y respetándose como
la ley divina manda.
Sin
embargo, parece que no hubieran aprendido de sus errores, puesto que continúan
la mayoría de ellos. Siguen construyendo galerías comerciales, que parecen
trampas mortales. El transporte público, que de moderno tiene muy poco, sigue
siendo un caos. Y como si estos males no fueran suficientes, ahora deben convivir
con la delincuencia y la violencia de género, que en los últimos tiempos se ha
incrementado asustadoramente.
Las
autoridades que fueron elegidas para resolver estos problemas, hoy están
inmersas en sus propios laberintos (léase corrupción) de donde no saben cómo
salir.
Recursos
tengo, pero mi historia dice que mis hijos no saben aprovecharla correctamente.
En el siglo XIX el guano que debió servir para hacer obras, terminó
enriqueciendo a pocos y provocó una guerra con mi hermano. Luego vino el
petróleo y después los minerales.
Actualmente
grandes proyectos están paralizados por problemas sociales y actos de
corrupción. Por esta razón, el crecimiento económico se ha reducido.
Esta
es mi realidad en los 196 años de vida que tengo. A pesar de ello, no pierdo la
esperanza de que mis hijos me enrumben al bicentenario en mejores condiciones.
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