A ocho años del informe de la Comisión de la Verdad, aún miles de personas están a la espera de que el Estado los repare. Mientras tanto, muchos de ellos tratan a su manera de cerrar las heridas que les dejó 20 años de violencia política
La tragedia de Felicita Loayza se inició en el año de 1983 cuando para salvar su vida huyó a Lima. Sin embargo una nueva amenaza de los senderistas, está vez en la capital, le hizo comprender que ni allí tampoco podía estar tranquila.
Su padre era presidente de la comunidad del anexo de Carosi, en el distrito de Congalla - Huancavelica, por eso siempre le llegaban las noticias de todos los lugares antes que a muchos, así toda la familia se enteró de que Sendero existía. En una comunidad cercana, en el distrito de Chincho, habían llegado a la comunidad jóvenes señoritas diciendo que eran estudiantes de la Universidad de Ayacucho, y que estaban representando a los profesores, así se ganaron a los pobladores y les pidieron sus datos para supuestamente incluirlos en el proceso de capacitaciones que estaban proyectando.
“A Carosi, llegaron en 1983, buscando a los directores de los colegios para dictar clases. Al principio todos pensamos que sería bueno que nos enseñen, pero posteriormente empezaron a seleccionar a jóvenes para unirse a ellos. Allí los miembros de la comunidad, nos dimos cuenta, que no eran universitarios sino políticos”, dice Felicita.
Ese año, ella tenía 21 años, y ya era madre de dos niños. Cada domingo iba a la feria de Julcamarca, para comprar cosas para la casa. Mientras observaba los productos que compraría un grupo de casi 20 personas encapuchados y armados se ubicaron en las cuatro esquinas que acceden a la plaza, donde ordenaron a la población a ponerse en círculo para que pudieran apreciar, lo que fue el primer ajusticiamiento popular.
Ese día, recuerda, llamaron por lista a cinco personas, a quienes pusieron de pie, uno junto a otro, luego dijeron a la comunidad: “Los perros mueren de esta manera”; “Los millonarios los tienen de sirvientes”, “ Hombres, mientras ustedes trabajaban, estos abusaron de sus esposas. Luego de hacer esas afirmaciones, sin más dispararon uno a uno, a los cinco en la cabeza. Al finalizar el último disparo, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron todos. Felicita no sabe como regreso a casa, solo recuerda que ese momento la marcó para siempre.
Lo que había presenciado Felicita no sería nada de lo que días después viviría. Al ser la hija mayor de su familia, los terroristas querían que ella se uniera al grupo, pero su padre no dejaba que asistiera a las reuniones, así que para evitar que la encontraran, cavaron un hueco en el patio interior de su casa, en él solo cabía una persona: ella.
”Mi padre, me escondía en un hueco, cuando yo estaba dentro, él lo cubría con calamina y por encima le echaba tierra” fueron varias semanas las que vivió de esa manera.
En el 84, junto a mi casa mataron a seis jóvenes, eso fue el detonante para que mi familia me diera dinero para irme lejos. Tome a mis hijos y sin saber a dónde ir, tome un bus con destino a Lima, mi hijito tenía dos años y cargaba a mi nena de meses de nacida. Al llegar a la capital y no saber a dónde ir se propuso encontrar al padre de sus hijos, por un amigo lo encontró.
Mi padre siempre nos decía que cuando llegáramos a un lugar donde no tenemos amigos o familiares fuéramos a una iglesia. “Eso fue lo que hice cuando llegue a Vitarte”.
Felicita cuenta que le fue muy difícil adaptarse a Lima, porque a pesar de que había encontrado a su esposo y vivía con él y su familia, ella no tenía un trabajo estable. Para sobrevivir lavaba ropa, pero a la gente no le gustaba como ella lo hacía, por lo tanto ayudaba en labores domesticas, pero era muy poco el tiempo en el que le pedían ese trabajo. Recordó que en la sierra sí podía valerse por sí misma, con su tienda, criaba a sus vacas, y hasta contrataba a un peón para que le trabaje la tierra. Por ello un buen día, a fines del 84 decidió regresar a su pueblo con el dinero que su esposo le había dado para la comida de la semana.
En su tierra descubrió que la violencia se había incrementado. Ya nadie dormía en su cama, porque en cualquier momento los terroristas llegaban y entraban a las casas, así que mucha gente dormía en cuevas y entre los sembradíos.
Finalmente se decidió conquistar Lima para vivir en paz. Convenció a su padre que la apoyara pese a los peligros, pues los Ronderos interceptaban vehículos en las alturas, y muchas veces confundían a los pobladores con terroristas. En el año 86 llegó nuevamente a la capital. Con el apoyo de una iglesia se integró a un club de madres.
Felicita recuerda que en ese club sin querer comenzó apoyar a otras personas desplazadas por el terrorismo como ella. Con el apoyo de la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH) logró que los hijos de estas personas que no tenían documentos empezaran estudiar.
En esos años, dice que la Cruz Roja promovía proyectos de desarrollo; ellos nos prometieron darnos un espacio en el mercado para tener un negocio, pero ninguna de las familias que estaban allí aceptó esa propuesta por el temor de que fuera una treta de los terroristas para enlistarnos en sus ejércitos. Posteriormente aparecieron ONGs de ayuda como SUYASUN que enseñaban alfabetización.
Con el apoyo de estas ONGs, en el 90 se hicieron varios proyectos. Sin embargo, cuando todo parecía que las cosas estaban yendo bien, una noche, afirma Felicita, unos jóvenes llenaron su choza de papeles de terrorismo. “No sabía qué hacer, otra vez me encontraba perdida. Con el apoyo nuevamente de la misma iglesia que me había acogido la primera vez, logré reubicarme en otro sitio”, cuenta.
Luego de 28 años de haber llegado a Lima, Felicita dice no haber recibido más apoyo que la de una iglesia y de algunas ONGs. Refiere que ha escuchado desde el 2004 que el informe de la Comisión de la Verdad ha recomendado para los desplazados una reparación. Sin embargo, como dice ella, hasta la fecha no ha recibido nada. Es más, dice, si alguna vez ese ofrecimiento se hace realidad, lo aceptaría no por ella, sino por sus hijos que llegado el momento requerirán de ese dinero para su futuro.
Lo arrebataron de mis brazos
Como Felicita, la señora Doris Caqui tiene un dolor que aún no encuentra la calma. El 23 de junio de 1986, su esposo, Teófilo Rímac Capcha, profesor de Filosofía y dirigente, fue desaparecido por los militares de la base militar de Carmen Chico, en la ciudad de Cerro de Pasco.
El era, sub Secretario General de la Federación Departamental de Comunidades Campesinas de Pasco y Secretario General del Comité Departamental del Frente Obrero, Campesino, Estudiantil y Popular de Pasco (FOCEP), partido político que pertenecía a la alianza de Izquierda Unida, nos comenta esta acongojada viuda.
Doris cuenta que el día que se llevaron a su esposo, le dejaron sin alma, ya que ni siquiera tiene un lugar donde visitarlos. “Por eso mi espíritu no tiene calma”, expresa acongojada la señora Caqui.
Aquel fatídico 23 de junio, varios militares uniformados, con pasamontañas y portando metralletas allanaron la vivienda de la familia Rímac – Caqui en Cerro de Pasco. Eran las 12.30 de la noche y toda la manzana estaba cercada con tanquetas.
“Nos sacaron del dormitorio donde estábamos descansando, junto a nuestros tres hijos, y lo llevaron a la sala para golpearlo. Él les mostró las garantías que el Ministerio del Interior le había otorgado unos meses atrás por las amenazas que recibía. Pero los militares rompieron los documentos. Luego se llevaron a mi esposo al Cuartel Carmen Chico”, recuerda entre sollozos la señora Caqui.
Allí, según algunos testigos, lo encarcelaron con unos diez detenidos. A todos los sometieron a severas torturas para que se auto inculparan del atentado de Pucayacu que se había dado hace una semana, donde fallecieron militares. Según nos enteramos, los colgaban de los brazos, golpeaban con instrumentos contundentes y puntapiés, simulaban sepultarlos vivos, les metian terokal en la boca y fosas nasales y no les daban agua, alimento ni abrigo.
Doris nos comenta que gracias al testimonio de Juan Atencio, un dirigente sindical de Cetromín Perú, supo que en la noche del 26 de junio y la madrugada del 27, su esposo fue atado de pies y manos, colgado y salvajemente golpeado.
El Ministerio de Defensa, e incluso el comandante Javier Robles, responsable de ese entonces del Cuartel de Carmen Chico, aceptaron que el Ejército había detenido a Teófilo, pero sostuvieron que éste se había fugado del cuartel. Tras su desaparición, y aun con la esperanza de encontrarlo con vida, durante las elecciones municipales de 1986 los mineros y campesinos de la localidad lanzaron la candidatura de Teófilo Rímac a la alcaldía provincial.
El empeño de la señora Doris por encontrar a su esposo, la llevó hacer amenazada, incluso fue detenida tres veces por miembros del Ejército. En abril de 1991, luego de un allanamiento a su domicilio, en el que apuntaron con armas a sus menores hijos, tuvo que salir camuflada de Cerro de Pasco para quedarse definitivamente en Lima.
Murió en defensa de la pacificación
El conflicto armado que vivió el país durante dos décadas, no solo afectó a civiles, sino también a muchos militares que fueron abatidos durante esa época. Es el caso de la señora Sandra García, esposa del Cap. de policía Roberto Morales Rojas, fallecido el 4 de febrero de 1993 en una emboscada terrorista ocurrida en Huarmaca, provincia de Huancabamba, en el departamento de Piura.
Para Sandra García, los policías fueron víctimas de Sendero Luminoso y el MRTA, a quienes combatieron y muchos de ellos dieron su vida por la pacificación del Perú. Ella es consciente, que muchos efectivos cometieron excesos, pero como bien dice Sandra, no por algunos pecadores podemos generalizar a todos.
“El dolor lo llevamos dentro, aunque a veces no lo expresemos. No tener a nuestro esposo y al padre de nuestros hijos a lado, ha hecho que nos convirtamos en discapacitadas morales desde que perdimos a nuestros seres queridos”, revela esta viuda.
Sandra García actualmente es la presidenta de la Asociación de viudas, madres y sobrevivientes de miembros de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional.
Así como Felicita, Doris y Sandra, tienen el recuerdo vivo de lo que pasaron por culpa de la guerra interna que vivió el país, aún existen miles de personas que no pueden rehacer sus vidas a pesar de los años transcurridos.
De acuerdo con el Comisión de la Verdad, una manera siquiera de reparar a estos cientos de miles de peruanos, la mayoría pobres y quechuahablantes, era a través de una serie de reparaciones.
Ha ocho años de la entrega final del informe de esta comisión, hasta la fecha poco se ha hecho para cerrar estas heridas.
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