Escribe: Rolando
Rojas
Marx
vio en la aparición del proletariado a la clase social fundamental de la
sociedad capitalista y le asignó una misión revolucionaria. Pero ¿qué ocurre
cuando ese proletariado deja de ser el sector mayoritario de la sociedad? Marx
vivió la época del capitalismo industrial, del naciente sindicalismo obrero y
de la politización socialista. Creyó que las grandes corporaciones, dada su
escala de producción y el abaratamiento de los costos, absorberían a las
pequeñas empresas y que este proceso agudizaría la contradicción entre la
burguesía y el proletariado abriéndose un escenario de confrontación.
El
capitalismo, sin embargo, tomó una dirección diferente. Por un momento, cuando
en los países desarrollados aparecieron los “distritos industriales” y los
ejércitos de obreros se organizaron en sindicatos, la previsión de Marx pareció
acertada. No obstante, la metamorfosis del capitalismo, en el que predomina el
sector terciario de la economía (servicios, comercio), el conocimiento aplicado
a la producción y el emprendurismo (este último el fenómeno relevante de la
sociedad peruana), obliga a replantear nuestra visión de las relaciones entre
capital y trabajo, y las consecuencias políticas de dichos cambios.
A
esta situación es a la que la izquierda debe dar una respuesta. La política se
hace en una realidad concreta y en el caso de la sociedad peruana, el rasgo
clave es la economía informal y el discurso del emprendurismo, entendida esta
como el discurso que exalta la informalidad y el individualismo. Veamos primero
cómo abordó el pensamiento marxista latinoamericano este fenómeno.
A
fines de la década de 1960 lo que hoy llamamos economía informal (todavía no
aparecía su valoración positiva como “emprendedores”) fue pensado, entre otros,
por Aníbal Quijano y José Nun en el marco de la noción de “ejército industrial
de reserva”, es decir, como expresión de los límites del capitalismo para
absorber la mano de obra disponible en una sociedad determinada. Para Nun y
Quijano la economía “marginal” adquiría en Latinoamérica -dada la condición de
economías periféricas- una relevancia que contrastaba con los países de
economías desarrolladas.
De
acuerdo con Quijano la “revolución científico-tecnológica” que experimentaba el
capitalismo tendía al aumento de la desocupación, independientemente de los
ciclos de contracción y expansión del capital, es decir, de una masa laboral
que no será absorbida por el capital y que se refugia en el “polo marginal” de
la economía. Esta era la particularidad del fenómeno de la marginalidad en
Latinoamérica: la enorme masa de desocupados que reproducía su vida social al
margen de los mecanismos formales del mercado. Otra cuestión relevante para
Quijano fue que estos “marginales” conformaban el mundo popular en el cual
emergían diversas organizaciones sociales y de autogobierno con una vida
paralela y/o en contraposición al Estado burgués.
En
un esfuerzo por una lectura revolucionaria de la marginalidad, Quijano llegó a
plantear que asistíamos a la constitución de un “polo marginal de la economía”
que agudizaba las contradicciones sociales. Sin embargo, entre fines de los
setenta e inicios de los ochenta el concepto de marginalidad fue desplazado por
el de “informalidad”, en parte debido a la influencia de la cooperación
internacional del desarrollo (algún día los historiadores tendrán que explicar
cómo así debates académicos potentes como fue el de la marginalidad se cerraron
y se impusieron nuevos paradigmas sin los debates correspondientes).
El encanto de la
burguesía
La
“informalidad”, como noción para describir las actividades económicas distintas
al sector moderno o formal, se difundió con el célebre Informe de la OIT en
Kenya, publicado en 1972. La “informalidad”, se ha dicho repetidas veces, es un
concepto difuso: se le asocia a las migraciones a las ciudades y al consecuente
desempleo; y se le asigna un carácter ilegal para diferenciarlo de las
actividades económicas de empresas formalmente constituidas.
En
la década de los ochenta, cuando la recesión económica agravó el problema del
empleo y las actividades “informales” se incrementaron, el término se consolidó
para dar cuenta de una situación compleja. Aunque Hernando de Soto simplificó
el problema a un asunto de “exceso de Estado” y de barreras burocráticas para
constituir empresas formales y, por tanto, sin posibilidades de acceso a
créditos del sistema financiero, construyó al mismo tiempo una exitosa
narrativa política que presentó a los “empresarios informales” como las
simientes de un futuro capitalismo popular. Cuando De Soto publicó su libro, la
situación mayoritaria de los “informales” era de sobrevivencia.
Después
del ajuste estructural de los noventa se observaron diversos casos de
empresarios informales exitosos, pero es en realidad en el siglo XXI, en el
contexto del crecimiento económico internacional, de la reducción de la pobreza
y del incremento del consumo popular que estos empresarios informales se
consolidan: pueden acumular y capitalizar, convirtiendo al “emprendurismo”, es
decir, la exaltación de la informalidad, como un rasgo fundamental de la
sociedad peruana. La economía informal, sin embargo, esconde numerosos
problemas: baja productividad, explotación laboral (el caso de Las Malvinas es
muy elocuente) para nombrar los más conocidos; asimismo, debajo de las capas
exitosas, una amplia gama de estos ‘empresarios’ apenas puede sobrevivir con
sus ingresos y constituye un segmento de población vulnerable que no podrá afrontar,
por ejemplo, un problema de salud grave de algún familiar.
Pues
bien, este y no otro es el escenario que debe encarar hoy la izquierda: un país
en crecimiento, en el cual más del 70% de la PEA pertenece al sector informal y
en el que el ascenso social de algunos grupos de emprendedores crea el
espejismo de una prosperidad relativamente generalizada. ¿Qué hacer? Por
supuesto, esto requiere un debate amplio, pero pueden señalarse dos cosas
evidentes: la precariedad y el carácter de sobrevivencia de buena parte de los
informales genera una gran insatisfacción con su propio modo de reproducción
social, aunque sin un cauce político; segundo, los hijos de estos emprendedores
que acceden a la educación superior experimentan, sin ser necesariamente parte
activa, del protagonismo político de los universitarios que protestan por
derechos ciudadanos, entre ellos la gestión de la ciudad.
La
pregunta es que sí ¿es posible, desde la izquierda, politizar el emprendurismo?
Volveremos sobre este punto en una próxima colaboración.
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