Tres décadas
después de la matanza de 60 campesinos en Ayacucho, el Poder Judicial sentenció
a varios militares que participaron en ese hecho de sangre. Para algunos
familiares de las víctimas, la sentencia fue justa, para otros no.
Luego
de años de espera, el último 1 de setiembre la Sala Penal Nacional sentenció a
10 militares que participaron en la matanza de más de 60 comuneros en
Accomarca, Ayacucho, ocurrido el 14 de agosto de 1985.
A
pesar de que algunos de los responsables de ese hecho de sangre fueron condenados
a 25 años de presión, varios sobrevivientes y familiares de los fallecidos de Accomarca
no quedaron conformes con el fallo, debido a que 7 de los acusados fueron
absueltos y 9 no acudieron a la lectura de la sentencia.
Una
de esas personas fue Cirila Pulido, quien el día de la masacre fue testigo de
como miembros del Ejército maltrataban, torturaban y violaban a sus vecinos.
“Es
indignante que hayamos esperado más de 30 años para encontrar una justicia
parcial, todos debieron haber sido sentenciados”, afirma indignada esta
campesina que esa noche perdió a su madre y a tres de sus hermanos.
Los
antecedentes de la masacre
Accomarca
es un distrito de la provincia ayacuchana de Vilcashuamán. Su centro urbano se
encuentra en la ladera de una montaña a unos 3.300 metros sobre el nivel del
mar. Situada a casi seis horas de viaje desde Huamanga, su población vive de la
ganadería y la agricultura.
Como
tantos otros pueblos andinos durante la década de los ochenta y noventa, se vio
atrapado entre dos fuegos: Sendero Luminoso y el Ejército. Tanto uno como el
otro arremetieron contra su población, acusándola de colaborar con el oponente.
De hecho, “no solamente hemos perdido a 69 personas (de la matanza del 14 de
agosto de 1985) sino a 114, porque hubo muertes antes y después”, asegura
Celestino Baldeón, vicepresidente de la Asociación de Víctimas de Accomarca,
quien perdió a su madre en la masacre. “Nosotros no solo fuimos víctimas de los
militares sino también de Sendero, que asesinó a 30 de los nuestros”, añade.
El
informe que hizo la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) recoge que, ya
en 1982, el grupo armado maoísta mataba a las autoridades locales por negarse a
dejar sus cargos. La situación, añade la investigación, empeoró a partir del
año siguiente, cuando “este grupo subversivo adoptó una actitud mucho más
coercitiva y asesinó a todo aquel que se mostrara en su contra”.
Cipriano
Gamboa, quien ahora con 89 años es uno de los más viejos del lugar, estaba en
esa época acercándose a los 60. Él vive en Lloqllapampa, una llanura a unos
tres kilómetros del centro urbano de Accomarca, donde muchos vecinos tienen sus
chacras y solo van por temporadas, cuando tienen que cosechar o preparar la
tierra para la siguiente siembra. En este lugar, situado bastante más abajo
respecto al pueblo, es donde tuvo lugar la matanza en 1985.
El
anciano cuenta que Sendero les obligaba a proveerles de alimentos bajo amenaza
de muerte: “Una vez los terrucos vinieron
a mi casa. Eran tres jefes. Me dijeron: ‘Cuando vengan los compañeros
guerrilleros tienes que darles de comer, si no, matamos a tu familia’”.
En
una ocasión, recuerda, le pusieron en una lista negra por emplear la palabra
terruco. Dos profesores fueron a avisarle de que habían decidido en una
asamblea ejecutarlo. Quiso escapar pero no pudo. Para hacer menos doloroso su
pase al ‘más allá’ le dieron de beber “una botella y media de caña”. “Me
llevaron a la plaza y un terruco de
Accomarca me dijo que era un soplón. ‘Vamos a matarte por eso’, me espetó”.
Cipriano envalentonado por el alcohol se defendió como pudo: “Yo soy
progresista, ¿solo por decir terruco me van a matar? Si eso les molesta, ya no
lo voy a decir más. Discúlpenme”.
En
vez de ejecutarlo, los miembros de Sendero lo llevaron a una habitación, donde
luego de darle un lapicero y un cuaderno le obligaron a anotar: “Vas a decir
compañero, guerrillero, pero ya no terruco, entiendes, no”. No obstante,
“cuando llegué a mi casa, me limpié el culo con el cuaderno y chanqué el
lapicero con una piedra”.
Bolonio
Parez estudiaba en el colegio de Accomarca en esos años y recuerda que al
principio los senderistas reunían a todos los profesores y alumnos en la plaza.
“Ahí daban charlas de que todos teníamos que participar en esta lucha, pero
nosotros, los jóvenes, no queríamos colaborar”, afirma.
Luego se retiraban del
pueblo, aunque Bolonio asevera que ellos no sabían a dónde.
En
1983 comenzaron también las incursiones del Ejército, acusando a accomarquinos
de colaborar con Sendero. Por eso los hombres eran maltratados
sistemáticamente. Y eso en el mejor de los casos, pues muchos fueron detenidos
o directamente ejecutados.
Cirila
Pulido, quien en 1985 tenía 12 años, apunta que en esa época no “entendía lo
que era terrorismo”. “Tan solo escuchaba a los militares que llegaban al pueblo
reventando bala. A los hombres les golpeaban y les llamaban terrucos. Yo no sabía por qué los golpeaban y
tenía miedo.
Además, éramos quechuahablantes y no sabía lo que hablaban ellos,
solamente que les gritaban y les pegaban”, indica la mujer, quien precisa que a
los soldados los llamaban ‘cabitos’.
“Cuando
llegaban, mi mamá le decía a mi papá: “Escóndete, que te van a golpear”.
Venían, golpeaban a los hombres, mataban carneros o vacas, comían y se iban”.
“A
los alumnos no nos respetaban, nos golpeaban”, sostiene Bolonio. “A la fuerza
querían que cantáramos canciones militares. Nos decían: “¿Ustedes están con los terrucos, sí o no?”. Sin embargo, no
estábamos. “Díganos dónde están. Llévennos”, nos ordenaban los ‘cabitos’, pero
nosotros no lo sabíamos. En algunas ocasiones, ellos mataban a los jóvenes, los
colgaban. Luego los senderista comenzaron hacer lo mismo”.
Por
ello, Bolonio, como muchos otros jóvenes y no tan jóvenes del pueblo decidieron
emigrar a la costa: “En agosto de 1983, dejando mis estudios, me fui a Nazca”.
Las
mujeres tampoco se libraron de los abusos del Ejército. De ello da fe Justa
Chuchón, quien con apenas 12 años fue ultrajada por soldados y salvó su vida solo
de milagro. “Por no haber querido aceptar de ellos unas ojotas, uno de los
tantos artículos que habían conseguido luego de robar una tienda, me torturaron
y después me ultrajaron. Solo porque les rogué que no me mataran pude escaparme”.
Así fue cómo se salvó esa vez.
Por
eso, cuando el 14 de agosto, los militares convocaron a los vecinos a la plaza
no quiso acudir al llamado. Ella estaba sola con su abuela, debido a que en
esos días sus padres habían ido a un pueblo cercano a tocar.
El 14 de agosto de
1985
“Era
la siete de la mañana cuando ingresaron cuatro patrullas por cuatro lugares.
Empezaron a reventar balas en la zona y se dividieron en dos, unos por
Accomarca y otro grupo por el río.
Estábamos observando con mi abuelita y
empezaron a desplazarse hasta que llegaron a Lloqllapampa”, relata. “Andaban
gritando, mentando la madre, diciendo terroristas… mi abuelita quería ir hacia
ellos, porque pasaron enfrente de nuestra choza. De repente pensé: ‘Nos van
encontrar aquí y acusar de terroristas’”.
“Yo
ya sabía lo que iban a hacer. Ellos no tenían respeto hacia las personas, así
que le rogué a mi abuelita, con lágrimas en los ojos que nos fuéramos”,
prosigue.
Escondida
en una tuna junto con su abuela, Justa vio a los soldados llevarse a las
mujeres para violarlas, a los hombres para torturarles y cómo metían a los que
fusilaban en tres pequeñas casas que luego hicieron volar con varias granadas. Entre
las víctimas estaba un tío de Justa, su mujer, embarazada, y los tres hijos del
matrimonio, todos menores de edad.
“Los
militares dijeron que iba a haber una reunión y todos lo creímos, pensamos que
no nos iban a hacer nada, pero no fue así”, asegura Victoria Baldeón, quien
perdió ese día a su madre, Primitiva Ramírez, y a su hermano de tres años. Su
padre se escondió cuando llegaron las patrullas y su madre se fue al encuentro
con el resto de los vecinos con el pequeño.
“Yo
también quería seguirla, pero me dijo que fuera a ver las ovejas. Retrocedí, me
fui y así me escapé. Si hubiera ido con mi mamá, estaría muerta”.
“Ellos
vienen con sus armas y nos matan y dicen que nosotros hemos sido terroristas.
De todos los que murieron en Lloqllapampa, nadie ha sido terrorista. Todos eran
gente inocente que pagaron por culpa de otros”, reivindica la mujer, a la que
se le quiebra la voz y se le humedecen los ojos cuando recuerda que la casa
donde estaban su madre, su hermano y los demás vecinos estuvo ardiendo durante
todo un día: “Se quemó 24 horas y no podíamos apagar el fuego”.
Acostumbrados
a los malos tratos de los militares, muchos hombres huyeron al monte cuando los
vieron venir, como el padre de Victoria, sin sospechar lo que les iba a pasar a
las mujeres e hijos pequeños que dejaban atrás. Uno de esos hombres fue
Cipriano Gamboa, quien salió corriendo monte arriba. “Los militares me metieron
bala, pero no me dieron”, señala. Sin embargo, atrás dejaba a su mujer y a sus
dos hijos, un niño y una niña, a los que no volvió a ver con vida.
“Por
culpa de los terrucos, los sinchis nos mataron”, se lamenta mientras se
toma unos minutos de descanso del trabajo de su chacra. Él es uno de los dos o
tres únicos vecinos de Accomarca que al día de hoy viven todavía todo el año en
Lloqllapampa. Desde 1985 está solo y sube al pueblo apenas una vez al mes a
cobrar su ayuda del programa Juntos.
Cirila
también se salvó ese día por muy poco. Cuando llegaron los soldados, ella
estaba en su choza en Lloqllapampa con toda su familia: sus padres y sus tres
hermanos pequeños. Ellos vivían en una parte alta desde donde se divisaba toda
la pampa, así que cuando vio llegar al Ejército, el matrimonio decidió irse a
trabajar a la huerta con el bebé para evitar problemas, dejando a Cirila a
cargo de la casa, de los animales y de sus otros dos hermanos.
Mientras
pastoreaba a sus ovejas y sus cabras, la niña vio cómo se militarizaba toda la
pampa. Oía a los perros ladrar y los disparos de los soldados. Cuando estos ya
tenían reunida a casi toda la gente pudo divisar a su madre que acudía a la
supuesta asamblea junto a su suegra. Se habían entretenido en el camino en casa
de unos familiares y ella acudió a la llamada para la reunión: “Había mandado a
mi papá a otro sitio para que se escondiera y ella fue pensando que no le iban
a hacer nada porque estaba con su bebé”.
“Vi
que había también unos cuantos hombres ahí. Les pegaban, los habían amarrado
con sogas. A las mujeres las jaloneaban. A las que tenían bebé les hacían cargarlo
a otra persona y las arrastraban al monte. Ahí gritaban las señoras”, narra.
“Siendo
casi la una de la tarde hicieron entrar a la gente a la casa del señor César
Gamboa, que era el único que tenía techo de teja”, continúa Cirila, quien se
sorprendió de que tantas personas entraran en un espacio tan reducido.
Alrededor de esa casa había vacas así que cuando empezó a escuchar los disparar
pensó que estaban matando a los animales y que el motivo de reunir a sus
vecinos era obligarles a cocinarlas para ellos. “No imaginaba que estaban
matando a la gente”.
“En
eso veo un militar que bota una cosa que va saltando hacia la casa. Todos los
militares se tiran al suelo y la casa suena. Otra vez igualito: tres veces
hicieron ese sonido, todos en la misma casa.
Cuando lanzaron la última, toda la
casa explotó, como si fuera a alcanzar el cielo. Mis hermanos estaban
llorando”, rememora.
Después
los ‘cabitos’ volvieron a recorrer toda la pampa
revisando casa por casa: “Traían niños y todo lo que encontraban. A los niños
los metieron en una chocita donde luego los asesinaron”.
Cirila
estuvo en shock, sin hablar y sin comer, junto con sus hermanos hasta que su
padre llegó la tarde del día siguiente y le preguntó por su madre. Ahí se echó
a llorar.
El
16 de agosto se acercaron a lo que quedaba de la casa de César Gamboa para
buscar los restos de sus familiares: “Encontramos todo achicharrado y pedacitos
de los cuerpos: manos, cabezas quemadas. De mi mamá no hemos encontrado ni un
pedacito, ni siquiera una prenda. Habrá estado en la casa de teja porque ahí
estaban calcinados todos los cuerpos”.
Cirila
no tenía familia fuera del pueblo, así que se tuvo que esconder con su padre,
sus hermanos y un grupo de una decena de vecinos en el monte, temerosos de que
volvieran los militares a rematar a los sobrevivientes.
Accomarca
tras la matanza
La
noticia de la masacre había llegado a Lima y Alan García, quien había asumido
el poder tres semanas antes de los acontecimientos, salió a la prensa para
afirmar que no protegería a los culpables.
Así que el Ejército trató de borrar
las pruebas y eliminar a los testigos. No pudieron deshacerse de los restos,
porque los familiares los habían enterrado en dos fosas comunes y no los
encontraron, pero sí pudieron capturar a varios sobrevivientes, como Brígida
Parez y su hijo Alejandro Baldeón, el matrimonio formado por Martín Baldeón y
Paulina Pulido, quienes fueron llevados presos a la base de Vilcashuamán de
donde nunca más se supo de ellos.
Quince
días después de la matanza los soldados estuvieron a punto de atrapar a Cirila.
Un día la vieron y le persiguieron por el monte. Tuvo que huir de ellos
saltando una cascada y ocultándose tras ella. Se pasó todo el día en el agua y
no se atrevió a salir hasta que anocheció. Cuando lo hizo deambuló por el monte
“como loca” y muerta de miedo, no porque fuera de noche, sino por el temor de
que los soldados la encontraran.
“Casi
un mes estuvimos ahí”, escondidos en el monte, comenta la mujer. Hasta que
el Congreso envió a una comisión a investigar los hechos: “Un día llamaron
con parlantes en quechua: ‘Hermanos, hay que reunirnos porque ha venido una
comisión del Congreso y vamos a declarar’”. Pese a que sospechaban que podía
ser una trampa, finalmente los ocultos en el monte hicieron contacto con los
congresistas y regresaron a Lloqllapampa. Cirila, sin embargo, no declaró ante
los legisladores, pues estos venían resguardados por militares y ella les tenía
pavor y no se acercó. Se quedó esperando en una chocita. Esa fobia a todo lo
castrense le dura hasta la actualidad.
Accomarca
estuvo prácticamente vacío hasta que tres meses después de la matanza comenzaron
a regresar algunos de los que habían huido a Lima. Los accomarquinos que vivían
en la capital se habían hecho con un local en una urbanización de Ate, donde al
poco tiempo no cabía ni un alfiler de tantos desplazados que acogía. “Y la
gente del campo no podía soportar la vivencia porque no había espacio libre,
tantos niños para mantener… olvídate”, explica Celestino Baldeón desde ese
mismo local, que ahora, ampliado, funciona como sede de la Asociación de Hijos
del Distrito de Accomarca y de la Asociación de Víctimas.
Las
penalidades de los desplazados
Si
la vida en Accomarca fue complicada tras la matanza, la de los sobrevivientes
que no volvieron tampoco fue un lecho de rosas. “Era un caos, porque en la
ciudad todos los que somos de Ayacucho éramos tildados de terroristas y nadie
conseguía trabajo”, subraya Justa Chuchón, quien fue a Lima y, debido a los
malos recuerdos, no regresó nunca a vivir a Accomarca, pese a los ruegos de su
madre.
“No podíamos confiar en nadie. Teníamos miedo. Era un trauma total. No
tengo vergüenza de decirlo: para sobrevivir he comido hasta de la basura”,
confiesa.
Pero
los problemas para encontrar trabajo no eran los únicos. También estaba el tema
de las secuelas
psicológicas por la tragedia vivida y sus consecuencias. Justa
intentó seguir estudiando, pero no logró acabar la primaria. “Por el trauma
psicológico yo era una persona que sentía que nadie me quería, me sentía sucia,
algunas veces hasta he intentado suicidarme”, revela. Además, añade, a causa de
estos problemas, cuando tuvo hijos se convirtió en una “madre maltratadora”,
algo que superó gracias a la ayuda psicológica: “Estuve en terapia tres años, medicada,
con pesadillas que muchas veces no me dejaban dormir… ha sido duro para mí. Y
todo esto se lo había transmitido a mis hijas”.
Por
si fuera poco, la guerra y la injusticia volvió a cebarse con su familia: En
1988 su padre “fue llevado preso acusado de terrorista injustamente”. Estuvo
encarcelado un año, mientras la madre de
Justa contrataba a un abogado que se
dedicó únicamente a sacarle dinero. “Hasta que un día mi madre llorando y
cargando a mis hermanitos entró a la Corte Superior a pedir justicia. Cuando
revisaron la documentación de mi padre, le dijeron que su caso había sido
archivado. A pesar de ello continuaba encerrado ya que nadie había movido un
papel para sacarlo”.
Cuando
el hombre regresó a Accomarca, estaba tan golpeado psicológicamente que cayó en
el alcoholismo. “Se dedicaba a tomar y tomar. Por suerte dejó de hacerlo hace
12 años”, cuenta Justa.
Pese
a todos los problemas, los deudos y sobrevivientes de la matanza no han dejado
de buscar justicia para sus seres queridos. Para conseguirla han tenido que
esperar 31 años y sortear innumerables obstáculos, ignominias y la reticencia
del Poder Judicial por resarcir a las víctimas.
Aunque
Alan García reaccionó enérgicamente a la matanza y ordenó la destitución del
jefe de la segunda región militar, la más importante de Perú y que abarcaba la
región de Ayacucho, la investigación que inició en principio la fiscalía
provincial de Huamanga quedó truncada cuando el fuero militar planteó una
contienda de competencias y la Corte Suprema, como era habitual en ese entonces
en este tipo de casos, falló a su favor.
Según
Carlos Rivera, abogado del Instituto de Defensa Legal (IDL), la intención de la
justicia castrense fue desde el principio garantizar la máxima impunidad
posible para los miembros del Ejército. Tras ir descartando responsabilidades
de la cadena de mando y de los soldados de tropa, finalmente, en 1993 acabó
condenando únicamente a Telmo Hurtado, y ni siquiera por homicidio, sino por
abuso de autoridad.
El
entonces subteniente Hurtado, que con esta y otras intervenciones se ganó el
apodo de ‘el Carnicero de los Andes’, era el jefe de la patrulla Lince 7, una
de las dos (junto con la Lince 6) encargadas de entrar en Accomarca, mientras
que las otras (Lobo y Tigre) vigilaban el perímetro.
La
condena contra Hurtado fue de apenas cinco años de prisión. Pero tan solo
cumplió dos, pues en 1995 el presidente Alberto Fujimori decretó una ley de
amnistía para los delitos de violaciones a los derechos humanos cometidas por
agentes del Estado en el marco del conflicto interno. Los deudos y
sobrevivientes todavía recuerdan que Fujimori condecoró a los responsables de
la matanza. Además, la condena no le supuso a Hurtado su expulsión del Ejército
y siguió su carrera militar normalmente, ascendiendo en el escalafón.
Durante
el proceso recién terminado ante la justicia civil, enfrentado al resto de
acusados, que le apuntaron a él de nuevo como único responsable, Hurtado
admitió que hubo un acuerdo para eximir a sus superiores y aceptar toda la
culpa por la matanza a condición de que no se viera afectada su carrera.
El
proceso interminable
El
juicio por el fuero civil comenzó a gestarse en 2001, cuando se derogaron las
leyes de amnistía y los familiares y sobrevivientes presentaron una nueva
denuncia. Cuando finalmente en 2005 se inició el proceso contra 29 militares,
no imaginaron que tardarían todavía 10 años en lograr una sentencia.
El
mismo día de la sentencia (el pasado 1 de setiembre), la actitud de los jueces
de la Sala Penal Especial encargados del caso de llegar ocho horas tarde e
impedir la entrada en la sala a la mitad de las víctimas que habían acudido, a
los defensores de derechos humanos, a las cámaras de televisión y a buena parte
de la prensa escrita, fue solo el colofón a un proceso en el que el trato a las
víctimas fue manifiestamente irrespetuoso.
El
mayor agravio fue sin duda la duración del proceso: un total de 11 años desde
que se abrió, en 2005, incluidos casi seis de juicio oral.
Esta
desconsideración ha sido en parte responsabilidad del Poder Judicial, como
explica Carlos Rivera, ya que cuando empezó el juicio los tres magistrados
estaban dedicados exclusivamente a la Sala Penal Nacional, instituida para
juzgar los crímenes relacionados con el conflicto interno de 1980-2000,
conforme pasó el tiempo dos de ellos (Brousset y Vidal) les fueron asignadas
funciones en otras jurisprudencias, como Anticorrupción o Control Interno. “Es
como si tuviera dos trabajos y para que se junten, primero deben hacer
malabares para que hagan coincidir sus agendas, sus tribunales”, explica
Rivera.
El
letrado atribuye este inconveniente a una estrategia para neutralizar los
juicios por las violaciones a los derechos humanos durante la contienda. “Estoy
absolutamente convencido de que las autoridades del Consejo Ejecutivo del Poder
Judicial, sobre todo del Consejo pasado, han tenido la firme decisión de
desactivar los juicios de derechos humanos”, expresa.
“Cuando
estuvo Enrique Mendoza, el anterior presidente de la Corte Suprema, era una
persona que no tenía nada que ver con derechos humanos”, detalla. “Creo que él
de una forma medio subrepticia fue desactivando la Sala Penal Nacional”.
A
esto se sumó una actitud displicente de los jueces con las tácticas dilatorias
de los abogados de la defensa, añade Jo-Marie Burt, asesora de la ONG Oficina
de Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), quien ha sido observadora
del proceso de Accomarca desde sus inicios.
Este tipo de maniobras de los
letrados defensores “es normal, es parte de la actuación de la defensa en un
caso así”, sostiene Burt, quien no obstante denuncia la “actitud cómplice” de
los magistrados, “que dejaron que esas actitudes progresaran y avanzaran”.
La
sentencia era considerada inminente desde julio del año pasado, cuando el
fiscal Luis Landa y la acusación particular presentaron sus alegatos en sendas
audiencias de unas cuatro horas, cada una.
Pero el proceso se dilató un año a
consecuencia de alegatos interminables de los letrados defensores, que duraban
varias sesiones sin que los magistrados pusieran ninguna objeción. “Encima, hay
muchas audiencias que tuvieron que ser suspendidas porque unos abogados a los
que les tocaba ese día no llegaban o uno de los jueces se enfermaba”, critica
Burt.
Lo
mismo pasó con las declaraciones finales a la que tienen derecho los acusados,
que se extendieron durante meses repitiendo prácticamente los mismos argumentos
esgrimidos durante los alegatos por sus defensas.
Aunque
las víctimas nunca dejaron de asistir en un buen número a las audiencias, se
lamentan del tiempo que han tenido que perder, descuidando sus trabajos o sus
obligaciones familiares, en un proceso alargado hasta lo ridículo. Además, la
demora contribuyó a que algunas de las víctimas que durante años habían luchado
por justicia no llegaran a conocer el veredicto, ya que fallecieron. Lo mismo
que pasó con alguno de los acusados, a los que no llegó la justicia. Rivera
lamentó particularmente que César Uribe Martínez (que era G2, jefe de
inteligencia) muriera sin ser condenado, ya que, asegura, “es un personaje
clave pues da la idea de cometer el crimen”.
Para
colmo, los sobrevivientes y familiares tuvieron que encontrarse cada audiencia
con los acusados de masacrar a sus seres queridos en la entrada del juzgado del
penal de Castro Castro, donde se llevó a cabo el juicio.
“En
todas las audiencias los familiares sufrieron microagresiones frente a los
imputados”, deplora Jo-Marie Burt. Los funcionarios del juzgado “siempre daban
preferencia a los militares: les hacían entrar primero, les entregaban sus
credenciales primero para irse, les saludaban con un ‘Hola, mi general’; y a
los familiares de la víctimas los trataban como ciudadanos de segunda clase”.
Pero
sin duda el momento más indignante del proceso para las víctimas fue cuando
acudió a declarar en condición de testigo Alan García, en abril de 2014. El
expresidente acudió con una portátil que copó la sala y que insultó a las
víctimas al grito de terrucos, mientras les empujaba con sus carteles.
Dese
el punto de vista jurídico, Carlos Rivera destaca que este juicio ha tenido la
particularidad de tener por primera vez “como acusados a todos los elementos
militares que participaron en el crimen, absolutamente todos”. Desde el
comandante general que dio la orden, el general Wilfredo Mori Orzo, hasta los
componentes de las patrullas, pasando por el Estado Mayor de la II División de
Infantería, responsable del ataque.
Esto,
comenta Rivera se debe a “la profundidad de las investigaciones desde el
momento en que ocurren los hechos: de carácter periodístico, investigaciones a
nivel del Congreso de la República, la investigación a profundidad que hace la
Comisión de la Verdad…” e incluso “las propias investigaciones que hacen en el
fuero militar”. Estas, agrega tuvieron la intención “de encubrir el crimen”,
pero “terminan recopilando una información que, de no existir esta
investigación, simplemente no se hubiera podido conocer”.
Sin
embargo, esto no ha parecido ser suficiente para que los jueces consideraran
culpables a todos los acusados.
La
sentencia
Las
víctimas y las organizaciones de derechos humanos han celebrado como un hecho
trascendental la condena a 25 años de cárcel a Mori Orzo como autor intelectual
principal de la masacre. La misma pena se llevaron los altos mandos Nelson
Gonzales Feria (como jefe del Estado Mayor en 1985) y Carlos Delgado Medina (G3,
jefe de operaciones de la II División de Infantería en 1985).
Los
otros siete condenados que participaron directamente en el operativo del 14 de
agosto: los jefes de patrulla Rivera Rondón y Hurtado, fueron condenados
respectivamente a 24 y 23 años de prisión (de los que éste último ya ha cumplido
10 en prisión preventiva), mientras a cinco soldados rasos, solo a 10 años cada
uno.
Así
pues, el tribunal no aceptó la versión oficial que han mantenido las Fuerzas
Armadas durante 31 años, y que fue en la que basaron su defensa la mayoría de
los acusados: que todo se debió a una decisión personal de Telmo Hurtado, un
militar que había estado destinado en la zona de conflicto más de lo que
resulta conveniente para su salud mental. “Psicosis de guerra”, lo denominó su
colega Rivera Rondón, que tampoco logró convencer a los magistrados de que el
15 de agosto, cuando se dirigía con su patrulla a Accomarca, se perdió y llegó
cuando ya había pasado todo. Que cuando se encontró con Hurtado este no le
contó que había matado a 69 campesinos, la mayoría niños y ancianos.
Tampoco
se lo contó a nadie cuando regresaron a su base, según lo que han mantenido
durante todos estos años sus superiores. Un argumento que no le ha valido a
Mori, Gonzalez Feira y Delgado para evadir sus responsabilidades ante la
justicia.
Pero
Telmo Hurtado, que cuando comenzó el juicio estaba fugado en Estados Unidos,
desmintió estas acusaciones. Pese a que la había admitido frente a la justicia
militar en la década de 1990, el tribunal civil consideró consistente su nueva
declaración.
“El
balance (de los acusados) fue que Hurtado no iba a ser extraditado y por eso le
echaron toda la culpa a él”, indica Rivera. Pero en 2011 Estados Unidos
concedió su extradición y el antiguo jefe de patrulla “dijo que todo fue parte
de una estrategia contrasubversiva”.
Reconoció
esta vez que se limitó a cumplir las órdenes que le dieron sus superiores, que
le dijeron que considerara terrorista a todo civil que encontrara y que,
incluso cuando preguntó si eso también incluía a niños, le respondieron que sí.
Esto
coincidió con los argumentos de la acusación de que la matanza de Accomarca fue
“un crimen emblemático de una época en la que la forma de combatir el
terrorismo era esta, eliminación masiva de personas, y la represión de una manera
bastante brutal”, señala Carlos Rivera.
No
obstante, al final siete acusados fueron absueltos, incluido Williams Zapata,
que era el jefe de la compañía Lince. Rivera ya había manifestado antes de la
sentencia sus dudas de que los jueces le condenaran por su condición de héroe
tras su participación como jefe operativo en la operación Chavín de Huántar, en
la que fueron rescatados los rehenes del MRTA de la residencia del embajador de
Japón en 1997.
Entre
los exculpados se encuentran también Luis Robles Nunura, el jefe de la patrulla
Tigre, y Helber Gálvez, el jefe de la base de Vilcashuamán. Gálvez estaba
acusado de las desapariciones de Martín Baldeón y Paulina Pulido los días
siguientes a la masacre para encubrirla, algo de lo que los magistrados
consideraron no tener pruebas suficientes.
Lo
que sí consideraron más que probado es que hubo ensañamiento contra una
población civil desarmada en una acción en la que los militares exhibieron
premeditación y desprecio por la dignidad humana.
La
sentencia también estableció una indemnización de 150.000 soles para cada
víctima. Sin embargo, difícilmente una compensación va a pagar la pérdida de
los familiares y tantos años de lucha y de oprobios. “Mi vida ya se truncó. Esa
plata nunca va a devolverme a mi madre, nunca va a pagar esta vida que he
vivido. Siempre va a estar en mi mente el recuerdo de lo que pasó hasta que
muera”, sostiene Cirila. “No es fácil olvidar”. (Redacción/Gran Ángular)
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