El reciente anuncio por parte de Estados Unidos a siete funcionarios del régimen de Nicolás Maduro en razón de severas violaciones a los derechos humanos ha generado pronunciamientos de alto calibre en la región.
La Asamblea Nacional venezolana concedió a Maduro autorización para gobernar por decreto para “garantizar la pervivencia de la nación” ante sanciones que el Presidente calificó como una intervención de tipo "enloquecido, infame, infausto y vergonzante". Legislar “de manera ágil” evitaría efectos perniciosos de la injerencia de “potencias extranjeras” —en plural— y reforzaría la “protección de la economía local ante los causantes de la guerra económica”.
No menos dramática fue la encrucijada trazada por Maduro para el resto de la región (“o se está con Venezuela, o se está con el imperio yanqui”). La Unión de naciones sudamericanas, UNASUR, no dejó lugar a dudas de su posición, pues consideró estas medidas como contravenientes de la legalidad internacional, al amenazar —a su juicio— la soberanía y el principio de no intervención en asuntos internos de otros Estados. La expresión “derechos humanos” brilla por su ausencia en el breve comunicado de UNASUR. Su identificación con la posición del gobierno venezolano es total, erosionando la posibilidad de ejercer buenos oficios para fomentar diálogo o mediación en calidad de tercero imparcial.
Estos hechos deben generarnos cuatro preguntas. Y la primera debe ser si estas reacciones son proporcionales a la causa que las genera. No cabe duda que Caracas tiene el derecho soberano de sentirse ofendida por las medidas tomadas por el gobierno estadounidense. Sin embargo, estas acciones no son "el paso más agresivo, injusto y nefasto jamás dado contra Venezuela" como las describió Maduro. Las medidas no se han tomado contra el país en su conjunto, ni contra todos sus ciudadanos, ni contra su economía, el comercio o las inversiones bilaterales, sino sólo respecto de siete funcionarios con responsabilidades individuales por violaciones severas y masivas a los derechos humanos. Individuos que —a mayor abundamiento— no están amparados por inmunidad (que podría caber para altos oficiales). A estos siete individuos se les prohíbe el ingreso a territorio estadounidense y se les impide realizar transacciones relativas a bienes localizados en Estados Unidos.
El restringido ámbito material y personal de estas sanciones responde a la primera pregunta. Lo siguiente es que nos preguntemos si estas sanciones —tan individuales que llegan a ser simbólicas—se ajustan a derecho. ¿Tiene razón Unasur en llamarlas ilegales? La justificación dada por la administración Obama fue el respeto a los derechos humanos y la salvaguarda de instituciones democráticas en el marco del derecho internacional. Estas normas se contienen tanto en tratados de los cuales Venezuela y Estados Unidos son signatarios, como en el derecho internacional consuetudinario.
Unasur —que curiosamente no contempla un director jurídico entre su staff senior, recientemente reclutado— da la impresión a través de su comunicado que los doce cancilleres firmantes no creyeron necesario evaluar la legalidad de estas medidas con la ayuda de un jurista especializado. Pues si lo hubieran hecho, los cancilleres habrían sopesado —antes de firmar— el hecho que las violaciones graves a los Derechos Humanos no constituyen “asuntos internos”. Es decir, tales violaciones son la excepción al principio de no intervención. Y en el caso de Venezuela, estas violaciones han sido establecidas por la ONU y los más respetados organismos internacionales no gubernamentales de derechos humanos, incluyendo Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Las obligaciones internacionales esenciales relativas a los derechos humanos las asume cada Estado frente a toda la comunidad internacional: no frente a grupo de Estados en particular. Ni siquiera es necesario firmar un tratado para estar obligado por estos principios. Como revisten suprema jerarquía, y los mecanismos multilaterales existentes no cuentan con una policía central para forzar la ejecución de estas obligaciones, es posible adoptar sanciones contra el Estado infractor tanto en foros multilaterales como de manera unilateral. Lo de Venezuela es un caso que tiene precedentes de sanciones de rango material y personal muchísimo más elevado (Siria, Zimbabue, Irán, Corea del Norte, por nombrar algunos). Frente a esas sanciones, las sanciones de Estados Unidos para siete funcionarios venezolanos quedan como lo que son: un gesto menor y que el derecho, excepcionalmente, permite.
La tercera pregunta es ¿Por qué Estados Unidos? ¿No hay aquí doble estándares? Se argumenta que que el récord de cumplimiento de derechos humanos de las potencias –y hablemos en plural- dista de ser perfecto. Es verdad que pese a la jerarquía de los derechos humanos en el sistema internacional, los países en general tienden a evitar tomar acciones propias cuando se violan los derechos humanos en otro Estado: inevitablemente, las medidas generarán una controversia con el país frente al cual se adoptan. Pero tal renuencia no significa que cada Estado –cualquiera- no pueda, individualmente, adoptar sanciones, algunas pequeñas, otras más considerables. Y para hacerlo, el derecho internacional no pide exhibir una hoja de vida sin mácula (no hay Estado que la tenga).
Los efectos prácticos para los siete funcionarios venezolanos afectados por las sanciones son mínimos. El impasse entre Washington y Caracas eventualmente se solucionará. Pero la pregunta final, la más importante, queda sin respuesta: ¿qué efectos tendrá para las garantías individuales de sus ciudadanos el que Venezuela -donde ya la represión lleva una cuenta creciente de muerte y tortura- sea gobernada por decreto? (Por: Par Zárate, experta en Derecho Internacional)
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