En el filme Wall Street de 1987, el personaje Gordon Gekko declaraba que “la codicia es buena”. Su credo se convirtió en el rasgo distintivo de una década de excesos corporativos y del sector financiero, que terminó en el colapso a fines de los años ochenta del mercado de bonos basura y la crisis de las sociedades de ahorro y préstamo. El propio Gekko fue enviado a prisión.
Una generación más tarde, la secuela de Wall Street encuentra a Gekko fuera de la cárcel y nuevamente inmerso en el mundo financiero. Su reaparición se produce justo cuando está por estallar la burbuja crediticia alimentada por el auge de las hipotecas de alto riesgo, lo que desató la peor crisis financiera y económica desde la Gran Depresión.
La mentalidad de que “la codicia es buena” es una característica regular de las crisis financieras. ¿Pero acaso los operadores y banqueros de la saga de las hipotecas de alto riesgo eran más codiciosos, arrogantes e inmorales que los Gekko de los años ochenta? A decir verdad, no, porque la codicia y la amoralidad en los mercados financieros ha sido moneda corriente a lo largo de los siglos.
“Enseñar moralidad y valores en las escuelas de negocios no va a controlar este tipo de comportamiento, pero cambiar los incentivos que recompensan las ganancias a corto plazo y llevan a los banqueros y a los operadores a tomar riesgos excesivos, si lo hará”, sostiene el economista Carlos Rodríguez.
Los banqueros y los operadores de la última crisis respondieron de manera racional a los esquemas de compensaciones y sobresueldos que les permitían asumir una gran cuota de apalancamiento y aseguraban grandes sobresueldos, pero que al final, casi con certeza, iban a hacer quebrar a una gran cantidad de instituciones financieras.
Para evitar estos excesos, no basta con confiar en una mejor regulación y supervisión, por tres razones:
• Los banqueros y operadores inteligentes y codiciosos siempre encontrarán la manera de sortear las nuevas reglas.
• Los CEOs y las juntas de directores de cualquier compañía financiera -y mucho menos los reguladores y supervisores- no pueden monitorear de manera efectiva los riesgos y comportamientos de miles de centros separados de ganancias y pérdidas en una empresa, ya que cada operador y banquero es una unidad de ganancias y pérdidas individual con su propio capital en riesgo.
• Los CEOs y las juntas son, en sí mismos, objeto de importantes conflictos de intereses, porque no representan el verdadero interés de los principales accionistas de sus compañías.
En consecuencia, toda reforma de la regulación y la supervisión no podrá controlar las burbujas y los excesos a menos que se cambien otros aspectos fundamentales del sistema financiero.
En primer lugar, los esquemas de compensación deben modificarse radicalmente mediante regulación, ya que los bancos no lo harán por sí solos por miedo a perder gente con talento a manos de la competencia. “En particular, los sobresueldos basados en resultados a medio plazo de operaciones e inversiones con riesgo deben suplantar a los sobresueldos basados en resultados a corto plazo”, señala Rodríguez.
En segundo lugar, rechazar la Ley Glass-Steagall, que separaba la banca comercial de la banca de inversión, fue un error. El antiguo modelo de sociedades privadas -en el que los socios tenían un incentivo para controlarse mutuamente a fin de evitar inversiones imprudentes- dio lugar a un modelo de compañías públicas que compiten agresivamente entre sí y con los bancos comerciales para obtener una rentabilidad cada vez mayor, que sólo se alcanzaba con niveles imprudentes de apalancamiento.
En tercer lugar, los mercados financieros y las empresas financieras se han convertido en un nudo de conflictos de intereses que se debe desenmarañar. Esos conflictos son propios del sistema, porque las empresas que se involucran en banca comercial, banca de inversión, operaciones de negociación, generación de mercado, seguros, gestión de activos, fondos que invierten en compañías privadas, actividades de fondos de cobertura y otros servicios están en cada lado de cada acuerdo -el caso reciente de Goldman Sachs fue sólo la punta del iceberg-.
También existen enormes problemas de representación en el sistema financiero, porque los actores principales (como es el caso de los accionistas) no pueden controlar de manera apropiada el accionar de los agentes (máximos responsables ejecutivos, gerentes, operadores, banqueros) que persiguen sus propios intereses.
En cuarto lugar, no hay manera de controlar la codicia mediante alguna apelación a la moralidad y a los valores. La codicia tiene que ser controlada por el miedo a perder, que deriva de saber que las instituciones y los agentes imprudentes no serán rescatados. Los rescates sistémicos de la crisis más reciente -por más que fueran necesarios para evitar un derrumbe global- agravaron este problema de riesgo moral. No sólo se rescató a las instituciones financieras “demasiado grandes para quebrar”, sino que la distorsión se agravó, ya que estas instituciones se han vuelto incluso más grandes -a través de la consolidación del sector financiero-. Si una institución es demasiado grande para quebrar, hay que dividirla.
A menos que llevemos a cabo estas reformas radicales, aparecerán nuevos Gordon Gekko -y Charles Ponzi-. Por cada Gekko castigado y vuelto a nacer -como el Gekko de la nueva Wall Street-, cientos de Gekkos más mezquinos y codiciosos nacerán.
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