Como una forma de controlar tanta violencia que viene generando el narcotráfico en América Latina, presidentes de esta región no descartan la posibilidad de legalizar las drogas. Una propuesta que Estados Unidos no ve con buenos ojos
El grado de violencia que viene alcanzando el narcotráfico en varios países de Latinoamérica ha puesto nuevamente en debate el tema de la legalización de las drogas en la agenda de muchos presidentes de esta parte del continente.
Los mandatarios de Guatemala y El Salvador, Otto Pérez y Mauricio Funes, han llamado a analizar la opción de regular el comercio del tráfico de estupefacientes, y la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, ha recogido el guante diciendo que no se opondría a un debate “serio y riguroso”. Estos pronunciamientos de líderes centroamericanos refuerzan la línea abierta en noviembre por el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, que se mostró partidario de legalizar la marihuana y la cocaína si eso permitía “erradicar la violencia”, y consolidan el primer frente gubernamental crítico con la política de prohibición a ultranza comandada por Estados Unidos.
Con la declaración conjunta que hicieron Pérez y Funes el pasado lunes 13 de febrero, el volumen mediático del asunto ha subido tanto que incluso el Gobierno mexicano de Felipe Calderón –principal defensor de la estrategia estadounidense–, a cinco meses de terminar su mandato, ha aceptado la idea de poner el problema sobre la mesa. Su ministra de Exteriores, Patricia Espinosa, reconoció el miércoles último que es necesario promover el debate “a nivel internacional”.
Esta incipiente corriente de cambio entre algunos mandatarios de América Latina, robustece el sólido movimiento regulacionista que ya formaban algunos de los exgobernantes, y que, sin sillones presidenciales en juego, embisten de frente contra el modelo que impone Estados Unidos. “Su política ha fracasado”, sentenció hace unos días en el Foro Drogas de Ciudad de México el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso. César Gaviria, exmandatario colombiano y correligionario de Cardoso en la Comisión Global sobre Políticas de Drogas (motor del debate entre la élite internacional), se explayó en el mismo congreso contra el veto de Washington al esbozo de un nuevo modelo: “¿Vamos a seguir poniendo nosotros tantos muertos porque ellos no sean capaces de discutir el problema?”.
Los asesinatos y la corrupción institucional se expanden entre el norte de Sudamérica, zona mayoritaria de producción de la droga, y Estados Unidos, centro mundial del consumo, asolando cada vez más la zona intermedia de las rutas del narco: Centroamérica y México.
El Salvador y Guatemala ocupan el segundo y el séptimo puesto en la lista de países con más homicidios publicada en 2011 por la ONU con datos de 2010. Ese año murieron asesinados 66 de cada 100.000 salvadoreños y 41 de cada 100.000 guatemaltecos. Los focos, sin embargo, miran hacia la sangría mexicana, proporcionalmente menor, pero de unas medidas desmesuradas. En los últimos seis años, según cifras oficiales, han muerto 47.500 ciudadanos por crímenes vinculados al mundo del tráfico de drogas, y la tasa de homicidios se ha doblado de 10 a 20 asesinatos por cada 100.000 habitantes con respecto a 2006, final del mandato de Vicente Fox.
El domingo 19, horas después de que murieran 44 presos en una cárcel de México donde fugaron 30 reos del cártel de los Zetas, el expresidente mexicano Ernesto Zedillo, miembro de la Comisión Global, dijo que la situación de su país es “trágica” y denunció que el virus de la narcoviolencia es indesligable de las “políticas equivocadas de los grandes países consumidores”.
El gran consumidor, Estados Unidos, donde según la ONU se concentra el 37% del consumo mundial de coca, se aferra entretanto a su credo prohibicionista. Inmediatamente después del volantazo del exgeneral Otto Pérez, que antes de ganar la presidencia en enero prometía más mano dura y ahora encabeza el cuestionamiento de la guerra contra el narco, la embajada estadounidense en Guatemala soltó un comunicado granítico: “La legalización supondría una amenaza a la salud y a la seguridad pública”. Su esfuerzo global contra el tráfico de estupefacientes, sin embargo, está disminuyendo. El Gobierno de Barack Obama invertirá en el 2013 un 17% menos que en el 2012 en su batalla global contra el tráfico de drogas, de 422 a 360 millones de euros.
La tradicional estrategia antidroga pierde peso económico y cuajo político mientras se aviva por primera vez en las élites de gobierno latinas el enfoque regulacionista, que apuesta por bloquear el motor del crimen haciendo emerger a la superficie legal el submundo comercial de los narcóticos y reorientar el gasto público hacia políticas de prevención del consumo y de tratamiento de las adicciones.
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