A 30 años de la guerra que enfrentó a argentinos e ingleses por la soberanía de las Malvinas, aún las cicatrices no cierran para muchos excombatientes. La historia de algunos de los protagonistas que conocieron los horrores de los combates, hoy cobra notoriedad por la demanda del país sudamericano que todavía insiste en que dichas islas les pertenecen.
La guerra de las Malvinas fue corta pero muy sangrienta: 649 argentinos y 258 británicos fallecieron en el mar o en las trincheras y tres mujeres isleñas fallecieron por fuego amigo. Y más de 450 excombatientes argentinos y cerca de 300 británicos se han suicidado desde entonces, incapaces de superar el trauma de un conflicto desarrollado en circunstancias ambientales horrorosas.
Las cicatrices de aquella guerra tan innecesaria siguen abiertas 30 años después. No solo entre los militares, también en una población minúscula y pacífica que de un día para otro se encontró con miles de soldados argentinos en su capital, conocida entonces erróneamente como Puerto Stanley, el nombre con el que la denominaban en el pasado los cables del Foreign Office para distinguirla de otras poblaciones del mismo nombre.
Muchos soldados argentinos pasaron dos meses en las colinas, esperando al enemigo y luego combatiéndolos, soportando una tortura de frío, viento, agua, barro, hambre y miedo. Carlos Mercante era uno de ellos. Tenía 19 años cuando llegó a las Malvinas el 14 de abril de 1982 y 20 cuando se marchó dos meses después, con una pierna casi cortada de cuajo por las esquirlas de una bomba que explotó a 20 metros de su posición. Sus compañeros le salvaron la vida llevándole en camilla hasta el entonces Puerto Argentino.
En 2007 volvió a las Malvinas con algunos compañeros de combate. Ahora ha vuelto de nuevo, con sus hijos, para cerrar para siempre aquellas heridas. Uno de ellos tiene ahora 20 años, los que él tenía entonces.
“Para ellos ha sido muy fuerte. Yo lo noto. Es muy importante palpar de forma más real lo que fue. Uno de estos días, cuando estuvimos en el monte Longdon, aunque no hacía tanto frío como nos hizo a nosotros en el 82, hacía frío, había mucho viento, durante algunos momentos llovió y ahí uno se da cuenta de lo que fue estar 60 días en esas condiciones y peores incluso.
La guerra también fue difícil para Stephen Luxton, aunque ya no estaba en las islas cuando empezaron los combates. Tenía entonces nueve años y la familia vivía en una granja en la isla occidental, conocida como Gran Malvinas por los argentinos y West Falkland por los isleños. Pero, la noche de la invasión, él y sus padres estaban en la casa de Stanley. Su padre era miembro del consistorio “y los argentinos le consideraban un revoltoso porque nunca ocultó lo que pensaba de ellos”. Acabaron deportando a él y a toda su familia.
“Ni olvido ni perdono”, dice ahora en su despacho de director del Departamento de Recursos Minerales, porque no entiende la actitud de los argentinos de negarle su derecho a decidir su propio destino. “Siguen reclamando la soberanía. No han cambiado en 30 años”, sentencia.
“Aunque entonces era un niño tengo un recuerdo muy claro de aquellos días”, explica. Y relata como si lo estuviera viviendo otra vez cómo se despertó “con una enorme explosión” porque los argentinos acababan de llegar a Stanley y estaban tomando el cuartel de los marines británicos, que en realidad estaba vacío. “Recuerdo escuchar sus proclamas en la radio diciendo que no iban a cambiar nuestro modo de vida y que todo continuará igual, y luego decir que teníamos que conducir por la derecha y encerrarnos en casa desde las ocho de la noche o a la hora que fuera el toque de queda”.
Recuerda también la azarosa escapada a Darwin para cruzar el canal en bote y volver a la granja familiar. El helicóptero que llegó pocos días después para llevárselos a todos de nuevo a Stanley “era un helicóptero Puma con la puerta abierta”. “En aquellos tiempos arrojaban al mar a la gente que no le gustaba al Gobierno argentino. Yo era demasiado joven para darme cuenta de eso pero desde luego mis padres sí lo sabían. Era para atemorizarles”.
Otros isleños vivieron la invasión y la guerra de forma menos directa. Tony Smith vivía también en una granja en el oeste. “Seguía con mis tareas diarias. Estábamos completamente aislados y no sabíamos muy bien qué pasaba en la otra isla. Para mí era algo surrealista, difícil de creer, porque había estado un año antes en Argentina y la gente me había tratado muy bien”.
“Al acabar la guerra, lo que más me chocó no fueron los destrozos en Stanley o en Goose Green, sino que al principio la gente no quería hablar de lo que había pasado”, explica. Ahora se conoce al centímetro los campos de batalla por los que acompaña a ex combatientes de ambos bandos que han vuelto para enfrentarse a los fantasmas. Ha visto llorar a muchos hombretones.
En abril de 1982, John Barton estaba en la Universidad en Gran Bretaña, igual que su hermana. “Era increíble estar en Gales y ver en la televisión a los Harrier volando por encima de mi escuela. Estás acostumbrado a ver imágenes del conflicto en Líbano y lo ves como una desgracia, pero es muy diferente a ver tu casa en la televisión y que tus compañeros quieran cambiar de canal para ver el fútbol y tú les digas, no, no, veamos las noticias”. Él y su hermana se enteraron a través de un reportero del diario Daily Star de que su familia estaba bien en su granja cerca de San Carlos. Luego supo que los británicos habían instalado en ella su cuartel general, convirtiendo su casa en objetivo prioritario de los argentinos.
Para John Fowler, isleño de adopción, lo más difícil ha sido aceptar que en su casa murieran tres mujeres a las que estaba dando cobijo. Les alcanzó un proyectil amigo en los bombardeos británicos. Fueron las únicas bajas mortales entre los habitantes de las Malvinas. Pero muchos siguen heridos.
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