Grandes extensiones de la amazonia brasileña están siendo destruidas. Lo peor es que las autoridades mientras poco o nada hacen para enfrentar este problema, los madereros responsables de estos atentados ecológicos vienen eliminando a todos aquellos que se oponen
En Brasil no todo es color de rosa. Una buena parte de su territorio, sobre todo la que está al interior del país, vive convulsionada producto de los intereses de varios grupos de madereros que sin importarle el medio ambiente están destruyendo la Amazonía, y para ello no les interesa matar a todos aquellos que se oponen.
“EL PAIS” comprobó que en la zona sureste, en las inmediaciones de la localidad de Marabá, la reciente oleada de muertes de activistas medioambientales a manos de pistoleros a sueldo ha dado paso a un recrudecimiento del siempre latente conflicto agrario, que enfrenta a pequeños agricultores y activistas con los todopoderosos ganaderos y madereros, e incluso con el propio Estado brasileño. Como telón de fondo está la incesante deforestación de la selva amazónica y la anhelada reforma agraria, la promesa nunca cumplida del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva de entregar tierras a los que menos tienen.
En el asentamiento rural de Praialta Piranheira, en el sureste de Pará, donde hace algo más de un mes fueron asesinados a sangre fría los activistas medioambientales José Claudio Ribeiro da Silva y su mujer, Maria do Espírito Santo, los agricultores viven amedrentados. “Aquí la ley del silencio habla más alto”, afirma en un habitáculo de su precaria cabaña una de las dos personas sobre las que recaen casi todas las sospechas de haber orquestado el asesinato de la pareja de ecologistas.
“José Claudio mantenía muchas diferencias con madereros y ganaderos de la zona. Pero claro, no se puede acusar a nadie hasta que no existan pruebas sólidas”, esgrime quien a todas luces se siente amparado por la ley del silencio que, efectivamente, reina en la zona.
Praialta Piranheira ocupa miles de hectáreas de tierra sobre las que la frondosidad de la selva se extendía antaño sin límites. Hoy la industria maderera, las carbonerías ilegales y las cabezas de ganado han dejado a su paso enormes extensiones de pasto salpicadas por los restos carbonizados o secos de lo que fueron castaños centenarios. En esta zona del Amazonas los terratenientes no se andan con contemplaciones: a falta de tiempo o dinero para deforestar a golpe de motosierra o con cadenas de arrastre, le pegan fuego a la selva y después se llevan la madera que sobrevive al incendio, como los buitres acuden al festín de la carne inerte.
En este asentamiento los fazendeiros no amasan fortunas ni mandan sobre legiones de sirvientes. Hasta hace pocos años también fueron pequeños agricultores que crecieron violando sistemáticamente la legislación medioambiental, amedrentando a sus vecinos y acumulando tierras que en teoría deberían cumplir una función social. La mayoría acaba rodeándose de pistoleros a sueldo que se ocupan del trabajo sucio: si alguien en el asentamiento osa denunciar sus tropelías o habla más de la cuenta, inmediatamente pasa a engrosar la lista de los marcados para morir.
Solo en los últimos 40 días han muerto cinco activistas en las diferentes áreas del Amazonas. Según la Comisión Pastoral Tierra, 231 personas han perdido la vida en enfrentamientos agrarios y 809 han sido amenazadas de muerte en los últimos 15 años. “Todo es producto del abandono en el que viven los asentamientos. El Gobierno debería ocuparse de mejorar las condiciones de vida en estos lugares y acometer la reforma agraria. Sin embargo, ahora que la situación se ha agravado, se limita a anunciar una serie de medidas puntuales e insignificantes con el único objetivo de satisfacer la presión de la prensa”, denuncia José Batista, responsable de la Pastoral de la Tierra de Marabá.
El Gobierno de Dilma Rousseff anunció recientemente un paquete de ayudas económicas para los colonos y el envío a la zona de un contingente de 30 miembros de la Fuerza Nacional para proteger a los amenazados de muerte. EL PAÍS acompañó a diferentes grupos de personas que han sido forzadas a salir de sus hogares en el asentamiento Praialta Piranheira y que ahora permanecen custodiadas en lugares indeterminados de la ciudad de Marabá. Diversos testimonios coinciden en que la vigilancia militar cumple una función disuasoria puntual, si bien no supone una protección viable a largo plazo. Cuando los amenazados regresen a sus casas en la selva, donde a duras penas llega la luz eléctrica, ¿se les podrá seguir garantizando la protección? Todo parece que no.
Pasar una jornada en la sede de la Pastoral de la Tierra de Marabá es un excelente ejercicio para entender la envergadura del problema de la tierra en el Amazonas. Uno de estos días, sobre las 11 de la mañana, aparece por la puerta Luiz Carlos, un agricultor de 20 años que porta en una mano un cartucho de escopeta y en la otra una cámara con las pruebas gráficas de la tragedia que se vive en su campamento, la Hacienda Maria Bonita, ubicada en la localidad de Eldorado dos Carajás. “Solo pedimos la expropiación de unas tierras que pertenecen al Estado y que fueron ocupadas por el grupo agropecuario Santa Bárbara. El capataz de la hacienda nos responde enviándonos a grupos armados que nos disparan estos cartuchos. Varios de mis compañeros ya han sido heridos”, explica amargamente. ¿Algún organismo público interviene en este conflicto? No. ¿La policía investiga los hechos? Tampoco. El plomo sustituye a la ley.
El tema de la hidroeléctrica
En el norte de Pará, a 120 kilómetros de la convulsa Altamira, en el área afectada por las recién inauguradas obras de la hidroeléctrica de Belo Monte, se encuentra la deprimida localidad de Anapú, lugar de culto para los activistas medioambientales brasileños. Aquí vivió y murió a manos de unos pistoleros a sueldo la hermana Dorothy Stang, un auténtico icono de la lucha por la preservación del Amazonas y los derechos de los campesinos. Por caminos serpenteantes de tierra se llega al asentamiento Esperança, donde los colonos no bajan la guardia durante estos días. El domingo pasado un grupo de individuos enviados por madereros locales penetró fuertemente armado en la reserva y comenzó a cargar en un camión una cantidad considerable de madera talada ilegalmente por ellos mismos. Los campesinos se movilizaron rápidamente, bloquearon con troncos el acceso al asentamiento y llamaron a la policía. Para sorpresa de muchos, los responsables fueron cazados en plena faena y su cabecilla fue detenido y encarcelado en la comisaría de Anapú. Su nombre es José Junior Avelino Siqueira, de 27 años, y tras acceder a hablar con “EL PAÍS” afirma a través de los barrotes de su celda: “Todo de lo que se me acusa es falso. Fui a buscar una madera ya cortada, sin hacerle ningún mal al medioambiente. Lo demás son mentiras de la Pastoral de la Tierra”.
Fabio Cardozo es un joven líder activista del asentamiento Esperança. Su nombre juntamente con otros que piensen igual que él encabeza la lista de los marcados para morir en el área de Anapú. Siempre anda acompañado y toma ciertas precauciones, como alternar los horarios y los itinerarios cuando entra y sale de su casa.
Mientras una parte de Brasil crece al ritmo de la zamba, la otra- o sea la mayoría - se desangra en una guerra de intereses particulares donde el Estado se ha mostrado débil para enfrentarlo.
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