jueves, 3 de febrero de 2011

Del Caribe a los Andes

Han pasado más de 30 de años de aquella toma de la embajada de Perú por miles de cubanos, quienes cansados de la política opresiva del régimen castrista se aventuraron a iniciar en nuestro país un nueva vida. Tras pasar momentos difíciles hoy en día la gran mayoría de ellos se gana la vida decentemente

El 4 de abril de 1980 miles de cubanos entraron a la fuerza a la embajada peruana en La Habana a pedir asilo político. La opresión política de un gobierno socialista liderada por un revolucionario Fidel Castro, había creado hambre y zozobra, desencadenando una revuelta social y una sublevación del poder, que empujaron a muchos cubanos a tomar dicha embajada en busca de la libertad y un poco de paz que ellos tanto añoraban.

La historia

Luego de furtivas reuniones secretas, muchos cubanos (alrededor de 10.800), logran ingresar a la embajada del Perú en La Habana de forma sorpresiva y violenta, que le costo la vida a un policía que custodiaba la sede, aunque días mas tarde se descubriría que su propio compañero era su asesino. Ante este arrebato, Fidel Castro, ordena inmediatamente a los altos funcionarios de la embajada expulsar a todos los revoltosos. En respuesta, el gobierno peruano se negó rotundamente a acatar dicha orden. Tres días después el régimen cubano dio su brazo a torcer respondiendo de esta manera: “Si su decisión es la de abandonar el país que los vio nacer, que mas podemos hacer nosotros, así que puedan hacer lo que les de la gana”. La algarabía había invadido a todos quienes se encontraban al interior de la embajada que no dudaron en celebrar dicha hazaña entre vivas y arengas.

Rumbo al Perú

Luego de duras negociaciones y afrentas de la dictadura hacia el Perú, el gobierno de entonces presidido por Fernando Belaunde Terry permitió el ingreso de 850 cubanos de los 10,800 que tomaron la embajada.

Las primeras decenas de exiliados llegaron al parque zonal Túpac Amaru (hoy la Videna) el 18 de abril de ese mismo año, instalándose en carpas provisionales para luego de dos años ser reubicados en la urbanización Pachacamac en Villa El Salvador.

“Al principio la adaptación a un mundo nuevo no fue fácil”, nos revela Raúl. Atrás habían quedado los buenos momentos que vivieron en su natal Cuba, para dar un giro drástico a sus vidas. Hoy en día muchos de ellos hicieron raíces en nuestra capital dedicados a diversas actividades que han tenido que aprender con el tiempo.

Un día en la vida de un cubano
Pachacamac es un lugar muy pobre, esto no es nuevo. Es tener que sentarse en un bus destartalado durante una hora para ir estudiando las variaciones del paisaje, mientras uno se aleja de Lima. Pachacamac no parece un sitio peligroso: es un sitio peligroso. Una suerte de detrito metafísico por su forma de laberinto, su irrespirable olor a fritanga, traspasado por la mirada veladamente hostil de sus pobladores.
Entre Villa El Salvador y Pachacamac hay un paradero en el que vociferan los cobradores de micro: "¡Cubanos baja!", que traducido al castellano quiere decir: "Parada de la colonia cubana". Al llegar a la manzana habitada por estos caribeños de los Andes, inmediatamente salen mulatos importados de cualquier barrio de la Habana Vieja, con los ojos curiosos e insolentes porque un extraño se ha atrevido a entrar en sus dominios. Después de merodear por la manzana "J" de la avenida Republicana e informarnos con los bodegueros, conocimos a cuatro exiliados que no son santos, pero tampoco la escoria que muchos piensan y que algunos medios de comunicación equivocadamente han resaltado.
Consuelo, Jesús y Raúl, son tres de estos cubanos que hace 31 años decidieron irse definitivamente de la Isla. Estaban entre aquellos miles que decidieron cambiar un cielo azul sin esperanza por la ilusión de encontrar algo bajo el cielo gris de Lima. Llegaron hace más de tres décadas y algunos no tienen más distracción que el trabajo, ni más descanso que la nostalgia.

"El mecánico de la vida"
Llegó con 21 años, cuando era flaco y alargado como la forma de la Isla. Ahora los anticuchos de corazón de res y la cerveza le han llenado la barriga que ostenta como un trofeo, una prueba redonda y viviente de que valió la pena haber venido. Es mecánico de carros y algo saca de vivir engrasado bajo las llantas.

Con una sonrisa fresca dice que ya echó raíces y tiene críos. Tiene cuatro hijos, le encanta la cocina, y con la boca hecha agua porque ya es la hora del almuerzo, al estilo de un chef de barrio bajo, nos cuenta cómo se prepara el arroz congrí y el cerdo. "Si no tienes plata, estás jodido. En la vida del ser humano siempre hay un vacío y uno sale para llenar ese vacío. Pero te encuentras con una dura realidad", dice.
Como haciéndole honor a aquel verso de Vallejo: cuando algo se va, algo se queda, Raúl repite: "La vida no es fácil aquí afuera". Recuerda que entró de casualidad a la embajada con un amigo, entre un trago y otro, como quien hace una travesura que ya dura más de 30 años: "A veces los caminos se te abren, otras no".

Nacida para bailar

Una historia digna de admirar es la de Consuelo, quien fue una famosa bailarina cubana que, a mediados de 1980, decidió irse de su país para nunca más volver. Esto lo dice su esposo, Toribio González, un ex luchador arequipeño que saltó a la fama por traer a Lima al “Auto Fantástico” en 1986.

El viejo anda en pantalones cortos, guayabera y gorra blanca y lanza una anécdota sin remordimiento: “Para evitar que el régimen castrista la identificase, Consuelo solía usar un antifaz en sus presentaciones y se hacía llamar Monalisa. Tenía una sonrisa hermosa”.

Hoy, sin embargo, ella pasa los días en su casa que también le otorgaron por ser cubana, echada en cama producto de una enfermedad. A través de su esposo, ella dice que “vive agradecida al Perú, al cual considera su segunda patria”.

“Viví 13 años en un hospital”

Jesús Montero pasó los primeros 13 años de su vida en un hospital y si hoy puede caminar es gracias a los tendones de canguro que médicos cubanos le injertaron en las piernas cuando era todavía un niño. Pero lo que más le duele a este hombre no es esa cojera esforzada con la que se abre paso en las pistas calientes de Villa El Salvador ni la hernia que sobresale sobre su estómago. Él es un hijo que Cuba dejó ir hace más de 30 años.

“Me fui porque allá se trabaja para el Gobierno. Yo pude haber sido un ingeniero, pero mi puesto se lo hubieran dado al hijo de un policía y yo sería apenas un sepulturero o un cazador de cocodrilos”.

A pesar de ello, en su casa, una de las decenas que la ONU logró gestionar para los refugiados en la llamada colonia cubana de Villa El Salvador, Jesús pudo revivir parte del color de su isla flaca. Sobre la arena y las piedras y frente a las grises paredes de su hogar hay árboles de plátano, melocotón y palta que le dan sombra al jardín. Él, mientras, fuma un cigarro Caribe y trata de olvidar que la policía le quitó las fotos que tenía de su madre y de su familia justo antes de botarlo de Cuba.

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