miércoles, 12 de enero de 2011

Aún hay familias que claman justicia

El hallazgo de dos fosas comunes con los restos de cinco comuneros, entre ellos un niño, en el poblado de La Vega, en la provincia ayacuchana de Huanta, nos trae a la mente que en el país aún existen muchas personas desaparecidas producto de la guerra interna que vivió el Perú durante 20 años.

Según el informe de la Comisión de la Verdad el costo estimado en vidas humanas que dejó esta violencia es de aproximadamente 69,280 personas, entre muertos y desaparecidos. Se piensa que de esta cifra total, 31,332 correspondieron a Sendero Luminoso.

Durante la década de los 80 y 90 era común tanto en Ayacucho, Huancavelica, Junín y Huánuco como en otras partes del país, que muchas personas fueran sometidas a ejecuciones extrajudiciales, ya sea por parte de los militares y policías como por miembros de Sendero Luminoso y en menor grado por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.

“Lidia fue al cementerio donde lloró y suplicó que le ayudaran a sepultar lo que quedaba, sin tener la certeza que se trataba de su esposo”

Indignada, Flores se unió al grupo de familiares de desaparecidos que buscaban entre los cuerpos que aparecían en las quebradas de Ayacucho. En una de sus búsquedas, reconoció la ropa de su esposo en un botadero. Impactada por el hallazgo, corrió al encuentro de las autoridades para pedirles que fueran al lugar; pero no la escucharon. Regresó al botadero, recogió lo que pudo y lo llevó en una manta hasta el Ministerio Público. Cuando el funcionario vio el contenido gritó asustado: ¡Qué has hecho! ¡Nos van a matar! Y le pidió que se llevara los restos. Lidia Flores fue al cementerio donde lloró y suplicó que le ayudaran a sepultar lo que quedaba, sin tener la certeza que se trataba de su esposo.

No hubo interés

La investigación nunca prosperó. Las autoridades no mostraron mayor interés; luego vino la ley de amnistía y la denuncia se archivó. Ya en el 2000, cuando todos los casos se reabrieron, Lidia buscó a Víctor Cayllahua, el vecino que había sido testigo de los hechos. Le pidió que declarara y fue así como el hombre, en su lecho de enfermo, confesó que aquella vez no sólo vio al guardia republicano detener a su esposo, sino que incluso lo reconoció. Le dio un nombre y pidió perdón por haber callado durante tanto tiempo. Le confesó que el miedo le hizo ocultar aquella verdad. Cayllahua murió poco después.

Con la información dada por el testigo, Lidia inició su batalla por justicia y verdad ante las autoridades judiciales. Exhumaron el cuerpo de su esposo y se realizó la prueba de ADN; ella confirmaría que se trataba de Felipe Huamán, quien había fallecido por un traumatismo encéfalo craneal producido por un objeto contundente. Así, casi dos décadas después, Lidia Flores pudo darle por fin una digna sepultura a su esposo.

Cano señala que por muchos años, el Estado peruano no proporcionó a los familiares de Felipe Huamán un recurso efectivo. Su inactividad durante dos décadas logró cerrar el paso a la verdad tan ansiada por los familiares de la víctima. Si bien, dice, la familia contaba ya con el nombre del agresor –en base al testimonio de Cayllahua–, dicha información carecía de validez ya que no había sido vertida ante una autoridad judicial. Por ello, el ex Guardia Republicano negó en todo momento conocer el hecho. Por otro lado, después de veintiséis años de desaparecido Felipe Huamán, ninguna otra persona quería declarar. Los empleados del lugar manifestaron no recordar incidente de algún detenido al interior de la zona del reservorio. “Con el solo nombre del presunto responsable, no se podía condenar a nadie. La justicia no podía abrirse paso”, refiere.

El pasado 7 de diciembre de 2010, la Sala Penal Nacional absolvió, por falta de pruebas, al único acusado por la muerte de Felipe Huamán. Sin embargo, en la sentencia, la Sala hizo una declaración importante: pidió disculpas a los familiares en nombre del Estado. Y es que la negligencia, el temor o la indiferencia con la que las autoridades trataron el caso, conllevaron a la pérdida importante de datos y evidencias que hubieran permitido alcanzar justicia para la víctima.

La señora Lidia Flores y algunos de sus hijos que se encontraban presentes durante la lectura de la sentencia, sintieron que con este gesto se cerraba por fin un ciclo de dolor. Si bien la justicia no llegó para Felipe, los deudos por primera vez en veintiséis años se sintieron dignificados.

El hallazgo hace algunos días de dos fosas comunes en Ayacucho que podrían ser parte de un cementerio clandestino, a decir del teniente gobernador de la comunidad de La Vega, Francisco Auccapuclla, no hace más que confirmar, según Miguel Jugo de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, que aún se debe seguir trabajando para encontrar a los miles de desaparecidos y también a los culpables, por más que mucha gente –incluida la del actual gobierno- opine lo contrario.

El activista dijo que la verdadera reconciliación en el país se logrará cuando los responsable de tantas muertes-o por lo menos la mayoría de ellos-estén tras las rejas.

Gloria Cano, abogada de la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH), recordó que existen muchas familiares que desconocen a pesar de los años transcurridos el paradero de sus seres queridos, o si sabiéndolo aún no encuentran justicia a pesar de haberse identificado al agresor o agresores, ya sea porque las autoridades competentes se resistieron a investigar y, cuando lo hicieron, el testigo o testigos habían fallecido. Es el caso, por ejemplo, de Felipe Huamán Palomino, un humilde campesino de Huamanga, Ayacucho, que en 1984 fue abordado por un republicano vestido de civil y llevado al puesto policial para de ahí no salir con vida.

La historia

La tarde del 23 de julio de 1984, Felipe Huamán Palomino, un humilde campesino de Huamanga que retornaba a casa luego de sus labores, fue abordado y detenido por un miembro de la Guardia Republicana vestido de civil. Víctor Cayllahua, vecino de la víctima y único testigo del hecho, avisó a uno de los hijos de Felipe para que siguiera a los hombres, no sin antes advertirle que lo hiciera a cierta distancia. Era una situación muy peligrosa y él lo sabía. El pequeño así lo hizo y vio cómo su padre era ingresado al puesto de la Guardia Republicana, junto al reservorio de agua. Aquella sería la última vez que lo vería con vida.

Cuando Lidia Flores, esposa de Felipe, se enteró de lo ocurrido, se dirigió inmediatamente a la zona donde se ubicaba el reservorio; pero los guardias republicanos que custodiaban el lugar negaron la presencia de su esposo. Luego se dirigió a otras dependencias policiales, pero nadie sabía nada. Finalmente acudió al Ministerio Público para pedir una investigación. El fiscal acudió a la Guardia Civil y a la Policía de Investigaciones (PIP), sin embargo, en ambas dependencias le respondieron que Felipe Huamán no se encontraba. Pese a los ruegos de la señora Lidia, las autoridades se negaron a ir al puesto de la Guardia Republicana, donde algún empleado o miembro de la institución pudiera responder si había visto algo. Tampoco tomaron declaraciones al testigo que presenció la detención.

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